sábado, 31 de enero de 2009

III*

El reflejo de la belleza
Fotografía: Esther Priego y José Santiago


"Teresa observaba el Ayuntamiento derruido cuando de pronto le recordó a su madre: aquella perversa necesidad de mostrar sus escombros, de vanagloriarse de su fealdad, de mostrar su fealdad, de mostrar su miseria, de desnudar el muñón de la mano amputada y obligar a todo mundo a mirarlo."
Milan Kundera, La insoportable levedad del ser.


La joven mañana exhumó la horrible magnificencia que la noche había sepultado: las covachas en estado lamentable, las personas harapientas, los estancos por doquier y las casas de putas multiplicadas.
El sol buscó acomodo en el rostro de la princesa y la alumbró con lámpara de niño. Sólo movió de posición su cara, para que la luz dejara de fastidiarla, pero el tiempo, caprichoso, insistió en llevársela junto a él con la intención de quemarla con mayor energía.
-- ¡Levántate ya, que la mesa está servida!
A la distancia, en su sopor, la princesa oyó a Camila (no la Bowles) gritar desde la cocina. Abrió los ojos. Sorprendida de encontrarse en un lecho de sábanas pestilentes y de chinches vampirescas, se incorporó el susto de la princesa y el cuerpo con él.
Las frituras olían bien: huevos revueltos y casamiento. Una tortilla, un café humeante y un pedazo de queso completaban el menú.
Después de los banquetes en el castillo, es la primera comida decente que probaré, pensó.
Anastasia dio un grito extendido cuando observó a Camila. No podía imaginarse lo que el cansancio y la noche escondieron: Camila era tuerta, calva y barriguda permanente que parecía preñada por el Espíritu Santo (porque como ya dije, era una cincuentona, huérfana de marido). Un par de detalles adicionales: era manca y paticoja. Pero la fealdad la compensaba con todo su espíritu caritativo: daba de comer al hambiento, agua al sediento y hasta ofrecía su cuerpo a los adolescentes necesitados, no de una mano amiga sino de un sexo decidido a entregarse.
-- No apruebo el motivo de tu exaltación al borde del precipicio cuando observado mi derruida humanidad, estás viendo una edición corregida y aumentada de la tuya. Tu papel de víctima no está en el libreto; así que levanta la cara y siéntate a la mesa, que la comida se enfría.
-- Perdón, es que al verte me di cuenta de la pesada cruz cargada por tu endeble figura, sin mayor compasión que la de los mudos animales. En cambio yo, en la fastuosidad de mi castillo nadie tiene derecho de reprochar mi fealdad, pero sí tienen la obligación de callar.
-- Déjate de pendejadas y come.
Ambas disfrutaron el desayuno con caras de princesas. Cada una se miraba la cara con sublime deleite. Había comunión de fealdad, aunque ambas se miraban (imaginaban, para mayor precisión) bellas, y en un concurso, de seguro, hubieran compartido el título de "Reinas Hermosamente Feas."




* De: Epístolas del amor (ad)yacente. Premio único XIV Juegos Florales Ahuachapanecos, 2007

1 comentario:

Franz dijo...

Dejemonos de pendejadas... que los cuentos de Hadas salvadoreños si existen, Hombre Julio este relato es buenisimo... o mejor dicho horriblemente hermoso JA...