martes, 6 de septiembre de 2011

Acertijo

El acertijo.


Fotografía: Alicia Ruiz.



I

Encendió las luces para corroborar si el murciélago ya se había marchado. Respiró hondo y pausado, llenando de aire los sacos pulmonares.; luego, exhaló en señal de alivio, concluyendo: ¡Qué animal más molesto! Gracias al Señor que ya se marchó.

Disponía a marcharse, cuando su mirada cayó en el piso (frente al altar mayor) y vio una letra "O" un poco imprecisa, dibujada con semillas de capulín. Las semillas eran la evidencia de que el mamífero alado sobrevoló los espacios sagrados. Más a la derecha, observó que el jarrón contenía una rosa blanca marchita, cuya mustiez era notoria entre las otras, abiertas y fragantes.
Se quedó pensativo tratando de adivinar el significado de la letra O y de la rosa mustia. Enseguida soliloquió: "¿Qué misterio encierra el grafema y la reina de las flores esta noche? ¿Qué me querrá decir Dios con este lenguaje mudo? ¿Qué quiere de mí nuestro Señor Jesucristo? No lo sé, no lo sé dijo, rindiéndose a sí mismo".


II

Pasó varios días queriendo descifrar la acepción que para él era una revelación críptica. Con tal preocupación, los días alcanzaban a la noche y la noche al día, hasta que en su mente encontró la significancia siguiente:

O + rosa mustia
Orden + rosa blanca mustia = La Orden necesita rosas para un evento especial.

Oración + rosa blanca mustia = En la oración siempre están presentes las rosas.


Los significados anteriores no estuvieron a la altura de su satisfacción personal y siempre con preocupación se impuso como meta, encontrar una acepción razonable de lo que él consideró un enigma singular.



III

La luna, hermosamente pálida iluminaba "El Noviciado"*, donde la lectura, la oración y la meditación eran el pan de cada día. Afuera, la ceiba y la blanca edificación eran fantasmas que traspasaron el umbral de la noche antes de la hora indicada. En el interior del edificio, la mesa del refectorio estaba dispuesta para la cena. Fueron llegando uno a uno: el abad Martinozzi, el abad Federico (de otra abadía, pero de la misma Orden), los demás hermanos y novicios.

El arroz frito permanecía impasible ante las estocadas que el tenedor arremetía minutos después. La lechuga, simulaba un náufrago bajel en plano mar gramíneo. Las rodajas de pepino (perforadas por el centro) parecían salvavidas arrojadas a la mar, y las ruedas de tomate, era el único color salvable de aquel naufragio. En el centro de la mesa, dos pavos en sendos azafates de plata, cuyas piernas en posición de la horaria marcando las diez, apuntaban hacia un cuadro de La última cena. La robusta caja toráxica de los gallináceos indicaba que la cena sería satisfactoria. El abad tomó el cuchillo y comenzó a desmembrarlos y a repartirlos en buenas piezas. No era época de Navidad, pero por costumbre de la Orden, un día de cada mes se comía pavo para la cena.

Gozando de la buena mesa, hacían referencia a las faenas del día.

Por un momento, el abad, sin darse cuenta, se quedó con la vista fija en la techumbre, como buscando una respuesta a su obsesiva inquietud. Con la mirada parecía que traspasaba el techo, porque los ojos estaban llenos de luz como expuestos al fulgor de las estrellas. Su mente contenía un vacío profundo y acogedor para la cavilación: "Esa rosa, esa rosa mustia y el grafema que mi espíritu perturban, ¿qué significado ocultan?"

-- Abad, abad -- dijo un hermano que a su lado estaba --: ¿sucede algo malo?

El abad lo miró deferentemente, negando con un movimiento de cabeza.

Asociando las dos posibles soluciones anteriores y desprendiendo de su bolsa el Parker que nunca abandonaba, escribió (con una caligrafía que parecía el garabato de un galeno) en un papel que sacó de la cartera y que era éste el testigo de la explicación del enigma: "La Orden necesita rosas, porque para el evento y la oración son indispensables".

Después de escribir la otra solución tranquilizóse un poco. Luego, mentalmente se dijo a sí mismo que las palabras Orden y oración no le causaban ningún problema; pero sí el vocablo evento. Caviló: "¿Qué significado tendrá el último término y qué papel jugará en esta revelación críptica".

El abad se levantó, excusándose que tenía un asunto importante que atender. "El pavo estuvo deliciosísimo", dijo a sus hermanos. Se marchó.

Quedáronse boquiabiertos, porque el abad jamás se levantaba sin esperar a que todos terminaran.



IV

Llegó a su habitación. Era un cuarto blanco-hueso, con una cama bastante cómoda para descansar el cuerpo fatigado; un Cristo Yacente a la derecha de la cama y una mesita (con naveta) con silla a la izquierda.

Prostenóse frente al Cristo Yacente, apoyando sus codos en la cama y haciendo con las manos el bendito, penetró en profunda oración llegando al deliquio. Hundido en sus plegarias le pedía al Creador un poquito de sabiduría para poder descifrar el misterio: "Señor: aquí estoy frente a Ti, suplicando que me ilumines el pensamiento para que pueda comprender lo desconocido del mensaje. Necesito un punto de apoyo lumínico que me ayude a descifrar... (tosió) lo incomprensible".

La tan ansiada luz le vino de golpe al cerebro. Le pareció una respuesta demasiado aciaga, cuyo contenido era sencillamente una premonición.

Sólo alcanzó a decir: "Gracias, Señor". Tomó el mismo papel en el que escribió antes y con los mismos rasgos decidióse a copiar de su cerebro, literalmente, el mensaje que durante el éxtasis recibió.




V

Viernes. Corría el día vigésimo quinto del tercer mes, de mil novecientos noventa y cuatro. Eran las nueve de la mañana. Un hermano de la Orden, con los nudillos de los dedos tocó la puerta para despertar al abad Martinozzi. Éste no contestó ni tampoco dio señales de querer levantarse. El hermano, al escuchar que quien le contestó fue el silencio, decidió llamar a otro hermano y juntos violentaron la puerta. Los goznes accedieron a la energía impetuosa de los hermanos, lanzando un chillido agudo, y abriendo la puerta de par en par se supo la verdad.

--¡Santo Dios! -- exclamaron.

El abad yacía en el piso, cerca de la mesita donde escribía. La gaveta estaba abierta, huérfana del crucifijo que el hermano guardaba y la silla, caída como si un ventarrón hubiese pasado de improviso. El abad, por su parte, tenía los ojos abiertos, las pupilas dilatadas y la mirada perdida. En su mano derecha, bien asido, sobre su pecho, reposaba el crucifijo traído desde Italia, su tierra natal y que guardaba como un tesoro. La pluma, rota, cerca del costado del abad, derramaba sangre azul.

Cerca de una pata de la cama, un papel que, sin duda era cómplice de la tragedia. Uno de los hermanos lo tomó y vio que éste tenía escrito lo siguiente:

O + rosa blanca mustia

Óbito + rosa blanca mustia = muerte.

Quedáronse inmóviles como rocas. Entonces, sacando fuerzas de su debilidad, uno de los hermanos prorrumpió: "Este era el asunto importante que debía atender la noche anterior el abad: el encuentro con la muerte".

Luego se corrió la voz: "¡El abad ha muerto!" Enseguida una batahola inundó a toda la abadía y sus contornos.


* Ubicado al sur de las instalaciones del Instituto "Hermanas Somascas".

Publicado en el Suplemento Cultural Astrolabio de Diario El Mundo, el sábado 27 de septiembre de 1997, p.18