martes, 30 de noviembre de 2010

La costumbre de no decir mentiras

La verdad y la mentira... un enigma sin fin.
Fotografía: Jorge Rosso

La maestra Karla Milena Fuentes me encomendó, a través de Andrea María, las palabras de agradecimiento con motivo de la clausura del año escolar, que se celebraría el viernes diecinueve de noviembre. No iba a decir, NO a semejante privilegio, pero implicaba escribir una nota (para mí) farisea y trillada. Escribir y leer cosas que siempre se dicen, aunque no se sientan, como por ejemplo: Los padres y madres de familia agradecemos a la directora del colegio, al personal docente y al personal administrativo... Agradecemos a la directora la férrea disciplina que aplica en el colegio... No nos cansamos de agradecer a la directora... Y finalmente, sabemos que el colegio...
Para mí era (o fue) hacer un esfuerzo sobrehumano, porque no iba a dejarme llevar por lo fútil, lo fácil, lo trillado. O sea, escribir sobre asuntos en los que no necesito lentes para ver, me parece, lamentablemente, una pérdida de fósforo y de tiempo. Así que decidí escribir una nota con la cual motivaba a los y a las jóvenes a no dejarse vencer por los miedos que, como fantasmas, aparecen de la nada ante una nueva adversidad. Como por ejemplo, lo que dice en la nota "Palabras que pretendieron ser de agradecimiento": Gracias, Señor, por habitar en mí y ser mi fuerza, mi pan y mi refugio. Ayer tenía miedo de caer en el abismo y de pasar por el sendero plantado de púas, pero ya no le temo más.
Y así, pues, salvé el asunto no diciendo mentiras (que al fin y al cabo eso es ser consecuente con uno mismo) y no contribuí a la costumbre (de expresar mentiras), para que ésta no se vuelviera ley.



Anacrónica estación

Salamanca. Lluvia en la Plaza Mayor.
Fotografía: Juan Bosco Hernández

Cae una lluvia melancólica. Tal parece que el invierno esta aferrado a su estación y le da tanta pena marcharse, que llora muellemente tocando las puertas del tejado. Es una lluvia calma, con mucha saudade en su corazón. Nada de gritos coléricos (de chico pensaba que eran caballos galopando) desde el cielo ni los flashes que la serpiente eléctrica destelle (creía que en el cielo había boda y les sobraba tanto rollo fotográfico, que lo desperdiciaban captando imágenes de la Tierra) desde arriba, y luego, el fustazo que revienta cuando toca suelo benigno.
Nadie (ni ella misma) quiere recordar los copiosos aguaceros (culpa de las válvulas abiertas), constructores de calamidad y sembradores de cruces. No, ahora mismo quiere reconciliarse tocando con delicada lluvia, el tejado y el suelo nuestro, y pregunta: ¿Me voy o me quedo? No escucha voz alguna que le responda, pero la certeza estruja su corazón, porque sabe (y comprende) que no volverá sino hasta el año siguiente.
Del campanario, once voces nocturnas se quedan vibrando por un momento, y el viento, cómplice, las desliza sobre la techumbre de esta abigarrada ciudad. Cesa la lluvia. Es hora de dormir, y esta vez, espero que la anacrónica estación, tome las de Villadiego.




Antiguo Cuzcatlán, 17 de noviembre de 2010, 11:00 p.m.