Ahora que la Muerte ha decidido (¡uf, por fin!) darme muerte, yo le pido que no lo haga; pero ella me dice que mi día y hora ya están señaladas y que nada puede hacer. Le suplico, me arrodillo y le hago el bendito (así entre nos, lo mío es toda una farsa) pidiéndole que no lo haga.
-- Lo siento -- me dice --. Son órdenes que vienen de arriba.
Cuando con su índice me señala el techo, le pregunto:
-- ¿Del techo?
-- No, del Jefe.
-- ¿Cuál Jefe?
-- Dios -- me responde.
-- Pero...
Me quedo con la oración en suspenso, porque me interrumpe.
-- No hay peros que valgan. Híncate y reza tus oraciones -- me ordena.
Me hinco y agacho la cabeza. Antes de doblar la testuz, echo una mirada a la Muerte y veo que corre hacia atrás su guadaña. Tengo muy cerca la vieja banqueta que me dejó mi abuelo; la tomo y en un santiamén, cuando la hoja viene hacia adelante se la estrello contra toda su huesuda cara. Cayó (o paró las patas) y jamás volvió a levantarse.
1 comentario:
Ingeniosa forma de deshacerse de la muerte, otra opción es darle algo de cariño como sugiere Saramago en las Intermitencias de la muerte...
Saludos Julio!!!
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