jueves, 7 de agosto de 2008

El sobrino pródigo


Regreso del hijo pródigo, Bartolomé Estéban Murillo (1617 - 1682)


(Viernes de Lázaro: 23 de marzo de 2007)




Venía entonces del pueblo un caminito
entre la viña, entre los olivares; bajaba y subía
por los barrancos, se perdía en una revuelta y,
de pronto, otra vez la alegría tan buena del camino.

Gabriel Miró, Años y leguas.




VOLVÍ mis pasos a la casa del tío Isabel, antes de mi abuela Petrona. El camino empedrado, lleno de polvo. Cualquier vehículo maleducado le deja a uno cara de payaso. Abordando un pick up pude abreviar la distancia, pero opté por estirar las piernas: quería observar detenidamente el paisaje rústico que la Naturaleza me ofrecía y succionar con mis fosas nasales ese aire cien por ciento puro, que sólo en el campo transita y que generoso se ofrece al transeúnte. La nostalgia, como un tumbo me revuelca los sesos y recuerdo con más odio que alegría los sinsabores y amores pasados.
El tigüilote de ramaje triste y fruto blanquecino que simula fruto de la vid. El camposanto a mi flanco izquierdo, cuya existencia era inconcebible por aquellos años, pero que generosamente supo dar albergue perpetuo a mi ex compañero de escuela, Mariano, víctima del terremoto del diez de octubre y de los malditos escombros del Rubén Darío. La clínica a mi flanco derecho no sé si dará consultas como antes, sólo un día a la semana. Pronto me encuentro con un tramo pavimentado, mísero diría yo, para los tres kilómetros de calle desnuda y polvorienta que continúan y parecen no tener fin; me sorprende ver unos quinientos metros más adelante una valla anunciando el proyecto: “Empedrado y concreteado de calle Los Copinoles, cantón Los Ilustres”, cuyo costo es superior a los doce mil dólares. Y la muletilla: Tus impuestos invertidos en buenas obras. Y la interrogante cae de sopetón: ¿Quién con su propio dinero va a invertir en malas obras? O dicho de otra manera: ¿Quién con dinero ajeno invertirá en buenas obras? Realmente da pena y pienso que esos fondos sólo sirvieron para engordar los bolsillos del funcionario de turno.
Mis huellas siguen mi marcha. Observo cómo la vieja ceiba, más vieja aún, espera mis pasos; veo hacia abajo y sobre el camino payaso de estos días de canícula, me miran (y se miran) con ojos domésticos un gallo y un perro, como preguntándose por la identidad del transeúnte. En mi andar, el vecino más próximo es un conacaste centenario de raíces enormes que parecen lagartos asoleándose. Un cerco de púas divide esta parcela con la de don Ezequiel, un hombre alto y chele, cuya arma más poderosa no es el voto sino una hoja larga y delgada parienta de la espada samurai.
A un lado y a otro del camino encuentro iglesias de distintas denominaciones en franca competencia por ganarse ovejas descarriadas (o descarriladas); a la ermita de Nuestra Señora de Fátima ya la sacaron del camino, y por lo que percibo compite con pocas almas.
Me aproximo a la casa de la niña Reyes y de don Gerardo: ambos eran dueños de varios miles de colones, una tienda, tierras, ganado vacuno y de un hijo bastante zonzo con cara y nombre de apóstol: Felipe. La niña Reyes, don Gerardo y Porfirio (otro de los conocidos), eran los Rockefeller de Los Ilustres. De la mamá y del papá de Felipe me cuentan que se fueron de viaje para el cementerio, y del hijo que, habiéndose integrado a la Guardia Nacional, un día sacó a punta de pistola a varios ladrones que intentaron robar la tiendita. Para proteger ese triunvirato de sociedad que se llama “tienda” colocó material explosivo en los contornos de la vivienda, pero en el manipuleo uno de ellos le salpicó el cuerpo de esquirlas, y muy molesto porque la granada explotó en un momento inoportuno, agarró sus maletas y fue él el que primero se marchó a la ciudad de los calvos. De Porfirio nada pregunté.
Seguí avanzando, y esta vez encontré a mi derecha la casa de Isabel, una chica de la cual me enamoré perdidamente y hasta le escribí diciéndole que era mi consuelo y mi refugio, que sin ella no podía vivir; pero como al reo que de nada le sirve su propia confesión quedé condenado a la soledad, porque su novio se llamaba Fernando, un tipo feo, bigotudo, con cabello de puerco espín, mayor que mis catorce años de vida y con un grado académico de igual tenor. Esto me lo contestó con una caligrafía que pareciera haberla escrito con los pies.
Otro avance, otro rótulo. Proyecto: “Reconstrucción de tramo calle cantones Los Ilustres y Planes de Las Delicias”. ¡Qué barbaridad! La misma chambonada, pero esta vez el doble de pavimentación y el treinta y ocho punto setenta y uno de incremento porcentual en el monto respecto al primer proyecto. Esta vez la muletilla es más sugestiva: Manos a la obra por nuestra comunidad. Pero alguien con dos dedos de frente puede reflexionar que a esa “gran” obra le quedó chiquito el milagro.
Más adelante y lindando con el terreno patronímico la casa de los Baires, antes habitada por la Consuelo, la niña Fina, Jorge, la Nuria, Ovidio, Wil y el chele Villo. Hoy la casa ya no es una fiesta: unos se fueron para San Salvador, otros para el país del “Gran Hermano”; otros se quedaron, como el chele Villo, único morador de la casa solariega y la niña Fina que se arraigó al sepulcro.
Subo la cortísima pendiente de la casa familiar. Me reciben miradas distintas, de perros distintos que ni aún conociendo el alfabeto me ayuda a descifrar el nombre que cada uno lleva en su ánima. La geografía es distinta, los árboles que decoran el paisaje campestre, también. El mamonero de tupido follaje prodiga frondosa sombra en estos días de intenso calor. Los tamarindos que pequeños dejé, ahora son adultos y de sus ramas cuelgan con abundancia el ácido fruto que apetitosamente requieren en su mesa las amas de casa; el jocotal desnudo de hojas y los anonáceos ya no existen.
En lugar de una sola edificación encuentro tres. Saludo primero a la niña Tancho y a otras personas que en el patio están; sigo hacia el corredor e idéntico gesto me acompaña. Echo una mirada al cuarto principal, y de reojo veo que mi tío aún no se levanta: una sábana blanca lo envuelve de pies a cabeza. Pregunto por mis otras primas y me señalan el patio, exactamente hacia el lado contrario de la niña Tancho. Aparecen a mi vista, Elsa, la mayor del clan Rivera-Navarro, muy avejentada por cierto, para la edad que calza; Mayra tiene exceso alimenticio en su rostro y Tita, de disminuida estatura, está pareja de gordura.
El tema del día es uno, pero de éste se derivan otros. Conversamos también de asuntos baladíes, pero luego, sin querer, caemos en la plática que dio pie a la interactuación del verbo.
-- ¿Ya lo viste? – me preguntó Elsa.
-- No -- le respondí.
Y ambos nos levantamos de sendos troncos de conacaste que de silla utilizábamos. Cada uno orientó sus pasos hacia el corredor y luego al cuarto principal. Elsa le descubrió el rostro hasta la altura del pecho: estaba sereno, muerto, como haciéndose el dormido.
...Y sobre mi hombro lloró amargamente.




Antiguo Cuzcatlán, abril 6 de 2007
(Viernes Santo, 1: 27 a.m.)

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