(Viernes Santo: 06 de abril de 2007)
SOBRE LA MESA circular un grupo de libros y de autores: Abaddón el exterminador, de Ernesto Sábato; Cuentos completos I, de Julio Cortázar; Guía triste de París, de Alfredo Bryce Echenique; En las cimas de la desesperación y Brevario de los vencidos, de E. M. Ciorán; Matilda, de Roald Dahl; Fábulas, de León Sigüenza; Caravaggio, de Gilles Lambert; Vida perdida, de Ernesto Cardenal y Años y leguas, de Gabriel Miró. Unos leídos, otros en capilla ardiente para ocasión más venerable. Distante al alcance de lenguas tan disímiles que forman esta torre babélica la revista Síntesis, correspondiente al año cincuenta y cinco. Veo la portada, y sobre un fondo morado el título en letras negras y rodeadas en su contorno de color amarillo; sobre un quinto de la portada y en forma rectangular: Revista Cultural de El Salvador, año II - No 13. En su solapa detengo mi vista en el índice: "Semana Santa en el pueblo", por Arturo Ambrogi, página setenta y uno. Lectura muy propicia y nada desdeñable para estos días santos. Busco el número que la solapa indica, y leo con grande deleite. La lectura me sacude el recuerdo. En febrero del año pasado el reto personal se manifestó pictoricamente: pintar una de las estaciones del Vía Crucis.
Para todos los Viernes de Cuaresma y Viernes Santo, a mi madrina Mariana le encargan una estación, la treceava para ser preciso: Jesús es bajado de la cruz. Visité las ventas de artículos religiosos con la intención de comprar una estampa que me sirviera de referencia para pintar la estación antes mencionada, pero no encontré una que personalmente me satisficiera. Busqué en una revista de arte y ahí encontre la Deposición, de Caravaggio, que viene a ser la catorceava estación: Jesús es colocado en el sepulcro. Me dije que podría ser un buen regalo para mi madrina en esa Semana Santa, pero no lo terminé. Dos mañanas, con sus respectivos sábados sólo para engrapar la tela en el bastidor; preparar el lienzo con la pintura blanca acrílica, mezclada con cola blanca y elaborar el dibujo. Comencé a pintar por donde no debía: los personajes principales y por último el fondo. Pensé que la obra estaría lista en escasas cuatro semanas, ¡craso error de pintor en ciernes! Con el bendito cuadro pasé todo el año dos mil séis, y aún no vislumbraba poder acabarlo.
Me meto de cocorota en la lectura y me abstrae el recuerdo de la "Procesión del Silencio", exactamente cuando leo: "Percibimos claramente la voz que clama: ¡Jesucristo fue obediente hasta la muerte! Y luego otras en coro, que contestan: -- Ora pro nobis". Hoy ya no se usa el latín, lengua que Benedicto XVI quiere restituir en las misas, y todo el mundo, actualmente, contesta:
-- Y muerte de cruz para salvarnos.
Le metió mano Wilber, el profesor Polío y Walter. Con Walter hasta fuimos un día miércoles por la tarde a meterle pintura literalmente. Creo que Wilber a Jesús le pintó el rostro, le dio ese color mortuorio y le figuró las costillas. El profesor Polío le acentuó los rasgos faciales a José de Arimatea; y muchos compañeros al verlo decían que era mi autorretrato. Walter colaboró con los rostros de María de Josef, María de Magdala, María Salomé y el Nicodemo. Como pueden inferir, es una obra colectiva como si de fuera tesis de grado. ¡Qué vergüenza! Al final no podré decir que es una obra pintada totalmente por mí. Y luego, más tarde diría yo, para sacudirme un poco la vergüenza, que esa obra fue hecha con una pequeña ayuda de mis amigos.
Fredies Monge, otro de los docentes, decía:
--Esto ya parece la segunda catedral.
Duglas, con la sana intención de hacerme sentir mal, cosa que no logró por más que quiso, porque a mí, igual que a Schafick Hándal, me resbala, comentaba dirigiéndose a mí:
-- ¿Y por qué no te lo llevas para terminarlo en la casa?
-- A las ganas les ha dado por quedarse inmóviles.
Y hasta tenía el valor de decirme, que cuando ya estuviera en los detalles de los personajes que le avisara, porque en eso me podía echar la mano. Pobre charlatán, decía yo, con unos tres cuadros que ha pintado ya se cree todo un Miguel Ángel, Rafael o Leonardo, y más grave aún, eran formatos minúsculos en comparación con mi pintura: un metro de altura por setenta centímetros de ancho.
Y César Mateo:
-- ¿Ya va a estar el milagro?
Di por terminada la sesión y el cuadro también. El Viernes Santo entre mirto, palmas y flores se lucía la Deposición en el centro de su moldura.
Y la gente que detrás de la "Procesión de los Encuentros" iba bioqiaberta quedaba viendo la Deposición, de Caravaggio, copia infiel hecha por mí, y aunque ignorantes del título y de la identidad del pintor, igual admiraban la pieza y congelaban el instante con sus flashes, y hasta me imaginaba a Jesús haciendo sus mejores poses de difunto, y por fin, descolgándose de los brazos del Nicodemo y de José, fastidiado de tanta admiración, reprimía con dureza a la muchedumbre:
-- ¿Y qué nunca han visto un muerto?
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