Pasadas las cuatro y treinta, religiosamente el café y un padazo de semita mieluda que compro en La fortuna de pan, aquí, sobre la 1ª calle Poniente. Una que otra rosquilla para Andrea y una torta seca para María Teresa. No me resulta difícil dejar esta costumbre, pero tampoco me incomoda tenerla; más bien es una dulce costumbre (y deliciosa) a la que por el momento no pienso renunciar.
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