viernes, 3 de julio de 2009

Despiadado el tiempo (y III)


III


Por fin, los dos hidalgos llegaron a la barbacana; la traspasaron, y pronto, el puente levadizo fue su vecino.
El puente estaba tan abollonado, que decidieron estirar las piernas para atravesarlo. Sabían que hidalgo y caballo, haciendo un solo peso hundirían el puente y caerían, sin duda, a la corriente infestada de yacarés.
Sorteando los diferentes espacios vacíos del puente, lograron cruzarlo no sin pocas dificultades.
Frente a ellos estaba el umbral del castillo con la puerta mal cerrada. Para abrirla, la forzaron un poco: los goznes no pararon de lamentarse hasta que ésta hubo terminado su movimiento de traslación.
Habiendo penetrado en su interior, observaron los rasgos de magnificencia que una vez tuvo y la ruina en que ahora se encontraba.
- Es un castillo hermoso y fúnebre a la vez – dijo uno de los hidalgos.
- Sí – corrigió el otro – este alcázar es un monumento a la vitalidad y a la muerte.
- Sus moradores de seguro vivieron en la opulencia.
- De eso no cabe ni la menor duda.
En ese instante un ligero viento estremeció las jambas, como si el aliento de la última palabra pronunciada por el hidalgo lo hubiese producido adrede.
Las jambas cedieron al peso del dintel, cayendo vencidas al suelo y aumentando el acceso de lo que parecía ser la habitación del noble.
- ¡Vamos! – dijeron al unísono
Ingresaron a la sala amplísima. Una tenue iluminación que salía del estudio y se extendía hasta la puerta, les llamó la atención. La luz, tímida, lanzó su último aliento aferrándose a la vida: la vela había muerto. El Barón por su parte, respiraba con dificultad queriendo importunar a la Muerte: aquella que se lo quería llevar, éste que la retenía. La Muerte, al fin, estiró la cuerda con menos debilidad y aquél, no pudiendo sostener la fuerza, dio un respiro hondo lleno de fatalismo.
- Hemos sido testigos de la muerte del Barón – acotó un hidalgo.
- Al menos la soledad no fue su compañera en los últimos minutos
de su vida.
- Cierto – dijo con laconismo el primero.
Ya había amanecido completamente, y los rayos del sol entraban alegremente por la ventana. Ahí estaba la figura del Barón: huesuda, que en vida parecía un cadáver y ahora ya no podía simular.
La cabeza reposaba sobre el escritorio, y varias cuartillas debajo de éstas.
-¿Será su libro póstumo? – preguntó un hidalgo a otro.
-No lo sé – respondió
-Veamos entonces
Bastó levantar un poco la cabeza para sacar las páginas.
En las mencionadas cuartillas, podía leerse:
Castillo de Sigognac, agosto 3 de 1464
Soy el último de una estirpe sin par. Nunca hice daño a mi prójimo, ni al noble ni al plebeyo; más bien, mi palma llena de magnanimidad y de justicia se posó en sus hombros entristecidos. Mis ascendientes también guardaron inocuidad en favor de sus semejantes, a tal grado que, cuando uno de ellos respiraba el último hálito de vida, la plebe abarrotaba (porque un edicto lo permitía: la soberbia hacía mucho tiempo ya, que descansaba sepultada en el olvido) el interior del castillo.
Jamás le fui infiel a mi esposa y sólo cuando ella faltó a causa de una terrible enfermedad, la melancolía y la soledad me arrojaron a escanciar las copas y a vivir una vida colmada de crápula.
Estando mi esposa con aliento, escribí aquel tratado de moral que a mucha gente incomodó. Gracias a La moral disecada, mi cabeza fue puesta a la venta, pero jamás, nadie, logró separarla de mi cuello.
Tiempo después hubo sucesión de nobles y de Pontífices. Éstos más maduros y con la cordura a flor de piel, emitieron, cada uno a su estilo, un edicto. El uno me indultaba la vida y el otro, levantaba la excomunión, que aún, a fuerza de autosugestión, estigmatizó mi espíritu. Este edicto llevaba por título Pater, dimítte illis: non enim sciunt quid faciunt. La verdad es que ningún perdón y olvido me hacían falta, porque ya me había acostumbrado al nomadismo inútil. La única gracia de estos edictos es que pude volver libremente al castillo de mis ancestros.


* * * * *


Siento que la vida se me extingue... Ahora que las fuerzas vitales me abandonan y la Muerte ejerce sobre mí su gobierno, lego este castillo al despiadado tiempo, para que continúe ejecutando su obra de desprecio sobre mi munificente y bien amada estirpe.

Barón de Sigognac

-En verdad, éste – dijo un hidalgo, señalándolo – era un gran Barón.
-Lo era – prorrumpió el otro.
El sol caía feroz en los alrededores y el castillo se volvía más triste.

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