Para Teófilo Gautier (1811 – 1872)
autor de El Capitán Fracasse,
cuyo personaje literario rescaté del olvido,
sólo para conducirlo a los linderos de
mi propia ficción.
I
Dos figuras ecuestres subían la colina. El camino, accidentado y fangoso, serpenteaba hasta el culmen donde dormía el castillo. Los equinos abismaban sus patas en el lodo, extrayéndolas con rapidez, cual si este estuviese contaminado de carbones encendidos.
Eran las cinco y media de la mañana y la claridad aún no bañaba con su luz de oro a los hidalgos.
Arriba el castillo era una desmesurada mole de piedras que, a contraluz proyectaba en la sima, sombras gigantescas y fantasmagóricas.
A la vera de la senda crecían la zarza, la ortiga, la cicuta; la araucaria, el boj, la retama y la seta al pie éstos, cual afección cutánea por la humedad retenida.
En los pináculos de las torres se elevaban las astas y en el extremo superior divisábanse jirones de banderas, que se agitaban nerviosas con el soplo de la tramontana. Las paredes carcomidas por la caries del tiempo, acusaban total incuria del único morador del castillo, que una vez fue próspero y ahora encontrábase en el peor descalabro financiero motivado por el dispendio, el arte lúdico, la relación asidua con mesalinas y el achaque de salud visible en todo su continente.
El castillo estaba próximo al fracaso. Las paredes ya no soportaban el enorme peso de la fortificación. Fragmentos de tapia descansaban exánimes sobre el césped; otros, moribundos, caían vencidos por la vetustez del edificio.
La ventana principal del castillo danzaba al temblor de una vela. Ahí estaba el Barón, en su oficio, escribiendo con una pluma de ánsar. Escribía, y por momentos dejaba su posición para alzar el rostro: parecía filosofar sobre aspectos fundamentales de la Vida.
De él era aquel tratado, cuyo titulo, La moral disecada, causó tanto ruido y revuelo en la sociedad. La alta alcurnia, dolida en su pundonor, no tardó en manifestar su discrepancia en tono de protesta: El libro constituye una diatriba en cuyas márgenes se desbordan la estupidez, la infamia y la majadería. Es un escrito lleno de estéril acrimonia y de latente frivolidad. La Iglesia no se quedó atrás, pero fue más lacónica en su pronunciamiento: El libro es un libelo al cual debe restársele interés, ya que de nuestra parte, tiene su debida reprobación.
El Barón volvió a tomar su prístina posición y hundiendo los ojos en el papel, la pluma continuó con su pausada escritura.
Con el rabo del ojo observaba fugazmente, el libro que tanto incomodo había causado en los hombres de estirpe azul y en los que llevan la cruz en el pecho. Estaba abierto y en la página derecha podía leerse: Capítulo V. La ética impúdica. Los de fina prosapia y la Santa Sede siempre han ido como dos escolares: agarraditos de la mano. Toda prédica o acto inmoral del buen linaje es bien visto por la Iglesia. Bendice y ensalza al guerrero, al que se alimenta con el oficio de la usura, al adúltero. Porque, ¿quién es el que elabora y firma los edictos de batalla, quién el que autoriza la usura? Y finalmente, ¿quién es el más adúltero?: El de alto linaje. De estos tres males, el último es el que causa mayor desgracia a la comarca, porque ¿qué haremos con tanto sifilítico, cuya manutención vitalicia quedará al Estado y que para captar más fondos, es necesario sangrar a la plebe vía tributos? Con su prestancia en el vestir y sus hipócritas actuaciones, la gente soberana pretende oscurecer la claridad. Si los barones, los reyes, los príncipes, los marqueses, etc., representan un abyecto prototipo para el populacho, éste obrará en la misma dirección de su autoridad superior, y no habrá sanción ni palabra, que imponga dique al río de pasiones. Por ejemplo, si la baronesa practica escenas de alcoba con un hombre distinto a su propio consorte, existe una clara violación de la fe conyugal. Si un hombre del pueblo ejercita idéntica relación, el acto es semejante al de la baronesa: ambos son incastos, protervos e inicuos. La primera lo sabe disimular con su afectación de modales, su buen vestir, la coquetería femenina ante su marido y sus artificios sexuales en el momento de compartir el tálamo. El segundo, menos precavido y más feroz para el sexo, vuelve subrepticiamente al nido ajeno con mayor frecuencia. La verdad es que ambos, noble y plebeyo, cometen adulterio a granel. La baronesa, como buena actriz, sale incólume de su vorágine infiel; al plebe, a fuerza de alabarderos lo llama la guillotina. Es el ambiente horrísono, despiadado y arbitrario que se respira en la Francia del siglo XV.
Por haber vapuleado a la alta alcurnia, el Barón había sufrido emboscadas, felonías y persecuciones. La Santa Sede lo excomulgó y hasta le tendió trampas arteras para que su muerte pareciera un accidente, pero todo intento consumado le resultó fallido.