domingo, 15 de febrero de 2009

La barca

Barca.
Fotografía: Ángel Francisco Soler Cano
Era durante los meses de mayo y junio, que mi abuela nos encomendaba a mi hermano y a mí el repique de campanas en la pequeña ermita rural. Eran meses de apuestas y de anocheceres tempranos. Las apuestas sin apostar nada, sólo por probar nuestras fuerzas y al final saber quién, con mayor energía, había sostenido el badajo en constante choque contra el duro bronce y quién, mayor tiempo sostenía ese contacto firmemente. Eran las seis de la tarde y la noche testaruda nos cobijaba con su sábana de ébano. Eran las seis y nosotros nos subíamos al pequeño muro cual jinete a caballo, soportando la soledad de la espera.


Mi abuela era la persona que en su poder tenía la llave de la ermita y durante los meses de mayo y junio le rezaba a la Virgen María y a El Corazón de Jesús, respectivamente. Algunas veces solamente estábamos en el rezo mi abuela y todos los nietos.


Pasábamos esa larga, larga hora con tedio y con hambre. Mi prima Mayra, recuerdo, era la que, sin querer queriendo, ponía en el rezo la nota humorística. Se sentaba, no en las bancas sino en el piso duro y frío de la ermita, y como si las oraciones fuesen un somnífero se dormía a sus anchas y un leve batir de olas movía su barca. Primero a la derecha, luego a la izquierda, hacia adelante, hacia atrás, y como si sus sentidos le avisaran se detenía justo en el momento en que ya casi besaba el suelo. Una de tantas veces el instinto le falló y pudo más la Ley de la Gravedad y se fue de espladas a probar la dureza del cemento. Sólo se levantó asustada sobándose la cabeza y nosostros riéndonos en nuestros adentros, porque sabíamos que si lo hacíamos en vivo y en directo, las oraciones musitadas a granel no nos hubieran salvado del escarmiento de la abuela.

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