jueves, 19 de febrero de 2009

David contra Goliat

David y Goliat. Fotografía: Daniel Castro


Guillermo y Pablo procedían de un cantón que se llama Jayuca. Yo asistía al mismo grado que ellos cursaban. Pablo y Guillermo eran dos jóvenes chuscos, amigos de molestar con sus bromas y con contacto físico a los débiles. Capaces de infundir miedo, casi nadie se atrevía a poner tope a sus sandeces y fuerza bruta. Hasta los mayores en edad y estatura solían huir antes que ser víctimas de sus atropellos.

Pablo era bajito y delgado. Guillermo, por el contrario, era alto como fideo y de unos ojos saltones que parecía iban a salir de sus órbitas. El binomio cuadrado perfecto intimidaba a medio mundo, porque el frío sabe dónde se arrima, y medio mundo les tenía miedo.

En cierta ocasión, en receso, había varios compañeros en el aula y Guillermo, tras mi espalda, no sé por qué me tomó del brazo derecho y me lo dobló hacia atrás con la intención de aplicarme una llave. Su intención no terminó por resolverla, porque no sé cómo, por qué o de dónde saqué fuerzas para deshacer la aplicación atlética y con la misma darle un puñetazo limpio en el ojo izquierdo. Sólo recuerdo que con ambas manos, agachándose, se cubrió el rostro. Al contrario de la rebeldía propia de su personalidad no tuvo ninguna reacción violenta. Creo que él tampoco se esperaba de mí una reacción de tal naturaleza, que yo, un débil y flacucho le respondiera con denuedo y a brazo partido. Esa vez que le asesté el golpe lo vi tímido, sin más defensas que su altura, que a decir verdad, había disminuido con mi osadía.

Esto tuvo lugar un día viernes, y el lunes, Memo llegó con un círculo negro, cuyo centro era su propio ojo. Al verlo tuve un arrepentimiento visceral que me produjo remordimiento, pero mi orgullo era más grande que mi estatura que no me permitió pedirle perdón.

Pablo, su mejor amigo, lo tomaba por pelón de hospicio:

-- Memo.

Y cuando Guillermo lo volvía a ver me hablaba a mí:

-- Julio -- señalándolo --, ahí está tu hijo.

-- Memo -- repetía --, ahí está tu papá.

Mucho tiempo después de ese incidente hicimos las paces y Memo se volvió mi mejor amigo. Cada vez que me veía me extendía su mano y decía:

--Somos de lo meros amigos.

Y yo doblemente feliz de no tener diferencias con Guillermo, porque en el fondo sabía que él me había perdonado sin que yo se lo pidiera y porque, de seguro, tenía a mi ángel guardián ante cualquier amenaza. Además, él estaba consciente de que había sido el culpable y que yo no había hecho más que defenderme, como David contra Goliat.

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