En el patio de la casa de la abuela había un jícaro al cual ascendíamos mi hermano y yo, por las tardes, cuando la oscuridad dominaba el entorno rural y los murciélagos nos soplaban con sus alas los oídos esquivando (y evitando) la colisión. Bien, decía que subíamos al generoso árbol, y la intención era reposar en sus ramas con la vista al cielo para contemplar las estrellas desde el inmensamente pequeño jícaro, que de atalaya nos servía en esos cálidos y bucólicos veranos.
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