La Semana Santa ya eataba madura. La tierra seca y caliente paría mangos, jocotes y marañones. El canto estridente de la cigarras ensordecía el ambiente y el insoportable calor de la época me obligaba a andar sin camisa.
El tío Isabel y su señora, Tránsito Navarro, junto con mis primas, Elsa, Mayra y Marta habían planeado ir a la playa. Mi hermano y yo nos unimos a la caravana. También iban unas amistades del tío Isabel: don Antonio Solís, doña Adela, y sus vástagos, Antonio, "Cascarita Tapia", como le decían y una hija cuyo nombre no recuerdo.
Lo bueno del viaje era que el trayecto lo haríamos en carreta tirada por "Caballero" y "Navegante", que era la yunta de bueyes propiedad del tío Isabel. Juntos, el triunvirato y el arado le rajaban la espalda a la tierra; nosotros, detrás, prenábamos de semillas el surco.
Atravesamos de Norte a Sur la Hacienda Santa Lucía, cuya distancia aproximada era de unos doce kilométros. Durante el viaje era común ver iguanas, zorrillos y mapaches. Cuando divisé algunas gaviotas paseando en un riachuelo que estaba a nuestro paso, supe que era la señal inequívoca de que el mar estaba cerca, muy cerca. Desde lejos vi los manglares; luego la bocana y la playa.
"Caballero" y "Navegante" hicieron un esfuerzo, literalmente, sobreanimal para atravesar la bocana y llegar hasta la playa. Ya en la playa bajamos todos los cachivaches y el tío Isabel, junto con don Antonio Solís, con sus corvos se hicieron de madera para improvisar el rancho que nos albergaría en calidad de pernoctadores.
Gocé de lo lindo con el agua marina, bañándome y retozando. Para mí las provisiones era lo más insignificante (y creo que para mi hermano también): lo que realmente me importaba era bañarme con las aguas del inmenso mar.
La oscuridad, con su sábana, arropó a la noche que se moría de frío y para no malgastar tanta energía sólo dejó un fanal encendido, que era la luna y que nos alumbraba de Norte a Sur y de Este a Oeste.
Casi no dormí, porque el frío era insoportable y junto con mi hermano decidimos levantarnos de madrugada a ver cómo los cangrejos salían de sus cuevas y cómo rápidamente desaparecían de la arena, introduciéndoce en sus agujeros. Por la mañana cominos cangrejos y no sé qué otro alimento que constituían nuestras provisiones.
Mañana de polvo y de brisa cálida. Camino monótono impregnado de tristeza. De regreso a casa y con la melancolía en la espalda. Dejamos el mar inquieto y las olas chocando contra los peñascos. Tristeza absoluta y profunda; otra vez a la realidad y con la punzante sinrazón, como una daga en el pecho, de volvernos inquilinos temporales en la casa de la abuela.
Miércoles de Ceniza, 25 de febrero de 2009