Los Doctores de la Ley tenían la voz de Dios en su boca; pero de un dios minúsculo, execrable, estólido, lleno de envidia, de ira, de soberbia. Al fin y al cabo era su propio dios, su álter ego.
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Sabiendo que luchaba contracorriente y muchas verdades a su favor, el último paso para su cristificación era dejarse clavar en el (in)digno madero que sería su salvación.
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Es tan grande el pecado de la Humanidad, que la cruz implora no crucificar a nadie más.
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