miércoles, 12 de agosto de 2009

El teatro estaba en sus venas

Maternidad.
Fotografía: Pablo Blanco


Veintiséis de noviembre de mil novecientos noventa y siete. La serpiente de asfalto, levemente húmeda por la escasa tormenta del invierno ido se sacudía la piel con el rodar de las llantas.
Caminaba frente a la “Torre Roble”, en Metrocentro. Mi destino era el Hospital Materno Infantil Primero de Mayo, y como tenía tiempo de sobra, no me caía mal un ligero estiro de piernas hasta el nosocomio.
Ese día marqué con insistencia el 271-1166. Una voz al otro extremo me respondía: Se encuentra en sala de partos. Algunas veces la informante era más histriónica: Está en sala de partos; no lo puede tener la pobre. Casi al final de la tarde me convencí de que la empleada no necesitaba estudiar teatro, porque ya lo traía en la sangre: No lo puede tener: cesárea le van a practicar, ¡pobrecita!
Como a eso de las seis de la tarde llegué a Información y pregunté por quién tenía que preguntar. Mi interlocutora (con señales evidentes de juventud jubilada) haciendo suya mi angustia – aunque mi preocupación andaba de vacaciones: ¡eh, ahí, la gran farsa de la persona que tenía frente a mis ojos --, abrazó en su hipócrita corazón la pena que no sentía, exclamando con voz quejumbrosa: ¡No lo pudo tener, cesárea le hicieron a la pobrecita!
Más tarde pude observar que el teatro no era gratuito. Gente con ingenua bondad cayó en la trampa, dándole algún obsequio como gesto de agradecimiento por haber hecho suyo un dolor ajeno.
Luego vino la confusión mental, cuando una enfermera entró a sala de partos gritando el nombre dado por nosotros y nadie había respondido al de María Teresa. Sólo entonces me llegó la preocupación, acompañada de un racimo de interrogantes: ¿Cómo es posible que no tengan control de las pacientes que ingresan a sala de partos? Aunque no quería pensar en la fatalidad, el cerebro me ordenó: ¿Habrá fallecido, y los médicos no se enteraban o estará el forense ejecutando su rutina diaria ahora que la tarde lanzaba su último aliento? ¡No puede ser!, me decía a mí mismo para inyectarme ánimos.
Ante la insistencia de querer ingresar al Hospital, uno de los porteros llamó telefónicamente a la encargada de turno, para decirle que tal persona no se encontraba y que todo el día había permanecido en sala de partos.
Con nombre en mano, se ordenó a varias enfermeras la búsqueda de mi consorte. Una de ellas, al fin, regresó con la noticia: Está en sala de recuperación, por la anestesia, porque le practicaron cesárea. Dentro de pocos minutos la van a sacar.
El corazón volvió a su lugar y sólo entonces, la inquietud se marchó quién sabe adónde.
La espera terminó como a eso de las diez de la noche, cuando la traían del fondo de la sala. Antes de entrar al ascensor tuve la oportunidad de acariciarle la frente y apretarle suavemente la mano.
- ¿Qué tuvo Tete? – le preguntó Jaime, esposo de Jeannette, que ahí estaba también.
Como si el aire se le fuera a escapar por un momento, haciendo supremos esfuerzos lo retuvo y pronunció suavemente: Niña.
Cumplido el deseo de mi esposa, ambos por primera vez, nos estrenábamos en ser madre y padre y con una oración agradecí a Dios por la oportunidad que nos dio de firmar con nuestra sangre la vida de  Andrea María.

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