
Fumando espero, y nunca desespero. Fotografía: Jenny G.
El galeno, con tono severo y una cara poco amigable me había dicho:
-- Si no deja de fumar, seguramente la nicotina lo hará humo a usted.
-- No importa. El humo no pesa y fácilmente llega a dónde le da la gana -- le dije con sorna. Si quiero ir a Australia, sólo tengo que hacerme humo y allá voy.
-- Bueno... contra el gusto y la gana de cada quién nada se puede hacer. O como dicen los economistas: "Los gustos y preferencias del consumidor le permiten elegir el producto que ellos desean." Así, usted decide tener una vida saludable y más larga o morir con el cigarro en la boca.
-- Sí, desde luego, es mi elección. Yo decido si tengo una vida muerta dentro de un ataúd o vivir en este mundo sin el deleite de un filtro.
-- Claro.
Nos dimos un fuerte apretón de manos, y yo estaba seguro de que jamás volvería a visitar al doctor que por años había consultado. Él también lo supo y no dijo más palabra; sólo se limitó a escribir unos garabatos en un pequeño formulario de receta.
A un año de distancia de aquella conversación, el fumador había decidido tener una vida muerta dentro de un ataúd.
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