Fotografía: Nicolás Garay.
En la antevíspera de Navidad una dolencia anónima atentó contra la salud de mi madre. La arrojó con gran ímpetu sobre su lecho de reposo, hasta extraerle la vitalidad necesaria del aparato locomotor.
Su deseo por visitar clínicas y hospitales había puesto cerrojos a una respuesta positiva, sin duda, porque la premonición más latente era que la Muerte sería su próxima vecina. Pero su negativa no encontró asidero en nosotros (mi tía, mi hermana y yo) que, deseábamos a toda costa, su salvación.
Gracias al buen samaritano (vecino de mi madre), el traslado hasta donde un doctor privado no nos costó ni un maravedí. Y gracias también, a la PNC (Policía Nacional Civil) de Santa Tecla, la locomoción hasta el Hospital Rosales fue gratuita.
Según algunas pruebas de laboratorio, el resultado era desalentador, y lo que más comentábamos mi tía (Antonia) y yo (aparte del larguísimo tiempo que nos costaría retirar el cuerpo, el lugar de la velación, dónde la sepultaríamos, etc.), era el ajuste de cuentas por parte del Creador.
Después de dos transfusiones sanguíneas de quinientos gramos cada una, el cuerpo de mi madre respondió de muy buena voluntad, recuperando poco a poco sus deseos de vivir.
El veintitrés de diciembre fue agónico para mi familia y yo; pero también fue de júbilo, porque en la antevíspera de Navidad, el Niño nonato nos regaló la continuidad vital de alguien que por poco nos abandona.
Antiguo Cuzcatlán, enero 05 de 2000, 8:55 p. m.
* Este artículo fue publicado en el Foro de Lectores de Prensa Gráfica, en una fecha que mi memoria perdió junto con la página de periódico.
* Este artículo fue publicado en el Foro de Lectores de Prensa Gráfica, en una fecha que mi memoria perdió junto con la página de periódico.
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