jueves, 18 de junio de 2009

Epístola segunda

Cartas de amor.
Fotografía: Esther priego y José Santiago

Donde Ana P. G. explica circunstanciadamente los motivos de su vertiginosa caída.

J. O.:
Acuso recibo de tu epístola. Precede a tu rúbrica una sentencia muy categórica, la cual me fue muy difícil cumplir. Cito. “Tu silencio será la señal inequívoca de que mi carta llegó a tus manos y la mejor respuesta que habré obtenido”.
¿Cómo osas pedirle silencio a mi alegre corazón que hace trece años no tenía comunicación directa contigo? ¿Cómo pretendes que calle, cuando la ansiedad por tener noticias circunstanciadas acerca de tu vida me devoraba las entrañas? ¿Cómo quieres que mi brazo no se apoye para escribirte aunque sea un parágrafo de cortesía? Tú has sido franco y claro en tu misiva; yo lo seré también.
Cuando “el otro personaje” (así lo llamaré de mi parte) comenzó a edulcorarme el oído, el verbo, junto con la probidad de mujer dispuesta a los principios morales fueron mi mejor muralla, pero él, como buen soldado de infantería, con su ariete, derribó mis barreras. Todo sucedió cuando recibía el curso de Salud preventiva que el Ministerio impartió. Allí lo conocí. Era un tipo jovial, de mirada vivaz, de frente inteligente y de gran capacidad locuaz. Me perseguía día y noche, sin abandonar el objetivo que lo acercó a mí. Al final de la jornada, estando en mi lecho, sus palabras hacían eco en mi cabeza. Hasta hoy reflexiono que su palabrerío y sus mañas eran una mezcla de Satán y de raposo.
Una noche, atontada con el recuerdo de su verborrea escuché que alguien llamaba a mi puerta; abrí, y para mi sorpresa, era “el otro personaje”, quien excusándose de necesitar crema dental traspasó el acceso. Estando en el interior de mi cuarto, cerró la puerta y discretamente corrió el pestillo. Nuevamente empleó su labia demoledora, y en la habitación del hotel quedé completamente sola y en su compañía, con la única defensa de mi cuerpo desnudo que era la fragilidad hecha mujer. Ante las ardientes caricias que me hicieron ceder más terreno, su falo, en posición marcial, penetró mi madona fortaleza. Desde entonces quedé a merced del paroxismo y me sentí excluida del paraíso moral.
La concupiscencia me hizo digna de tremendos azotes verbales por parte de mis progenitores que son a cabalidad, cumplidores de la ortodoxia cristiana y practicantes de la filosofía valorativa de los actos humanos.
Perdona mi flaqueza, pero soy parte de la debilidad humana y como tal, caí en tentación.
Dejando este tema espinudo me alegro que hayas encontrado a la mujer ideal: ¡Felicidades! Un saludo de Navidad y año nuevo.
Cariñosamente.


Ana P. G.

Posdata. Como coincidencia tu epístola la recibí el trece, número que para algunos está revestido de fatalidad y para otros, es un guarismo vulgar al que le restan méritos. Sólo fíjate bien, tu carta me llegó el trece, que son exactamente los años de incomunicación voluntaria rotos por ti.


El Carao, Intipucá, diciembre 27 de 1999

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