Fotografía: Biel Grimalt Cánaves
Tenía un ojo apagado y el otro, también. Hubo un tiempo en que sólo al izquierdo le faltaba la luz. Todo ocurrió cuando salió del colegio. Era un día de canícula, de estío madurando. Caminando sobre el andén lateral del Teatro, salvó “La Plaza Morazán” y se acercó a la Librería “San Rey”, cuando un grupo de cabezas rapadas, con tatuajes y de mal vestir, empezó la trifulca con otra agrupación de similar condición y vestimenta. Una lluvia de balas con armas hechizas y de fábrica inundó el lugar, sembrando caos en la ciudad. De esos proyectiles que no llevan dirección, uno cayó en su ojo izquierdo. A Dios gracias no dañó el cerebro.
Perdió el primer año de contador, porque todo ese tiempo lo pasó recuperándose. Los compañeros lo visitaban muy a menudo en su domicilio, y el apoyo moral de éstos y de sus padres lo ayudó a superar el estado crítico en que cayó.
Sus compañeros lo recordaban como el más grandulón de la clase, aplicado, colaborador y solidario en cualquier situación, favorable o adversa para el grupo.
El año siguiente regresó a repetir el primer año.
“Tendré nuevos compañeros”, pensó
Al traspasar el umbral del aula, uno de los más extrovertidos, gritó: “¡Ahí viene El Cíclope!”.
La carcajada fue general y uno, solamente uno de los que no celebró el mote con que había sido bautizado Jacinto, recriminó a Claudio:
- ¡Qué ingratitud la tuya, compañero, te reís del mal ajeno, sin antes fijarte en tu defecto de fabricación!
- ¡Qué ingratitud la tuya, compañero, te reís del mal ajeno, sin antes fijarte en tu defecto de fabricación!
En efecto, Claudio tenía la cabeza, larga de atrás y un poco puntiaguda por delante, a glosa que daba la impresión de tener cabeza de jaiba o de pez martillo.
- ¿Y vos, defecto de qué tenés? – le respondió, refiriéndose a la nariz que semejaba un pico de lora.
- Defecto congénito – contestó sin inmutarse.
- ¿Y vos, defecto de qué tenés? – le respondió, refiriéndose a la nariz que semejaba un pico de lora.
- Defecto congénito – contestó sin inmutarse.
El ofensor, como no entendió ni jota de lo que José Luis le replicó, prefirió morderse los labios con rabia y no masticar palabra.
* * *
Se graduó el total de la promoción y Jacinto Ordónez superó todas las notas de los demás compañeros. Se graduaba con las mejores calificaciones del curso, pero esa no era justificación para deshacerse de su sobrenombre.
Consiguió empleo en una institución financiera. Trabajó con empeño y sacrificio hasta alcanzar el cargo de contador. El puesto adicionaba diez subalternos.
Trabajó con el mismo ahínco de siempre, y cuando era preso del cansancio, descansaba unos segundos, pero luego empezaba con nuevos y renovados bríos.
- Prepáreme por favor las conciliaciones bancarias, señor Gómez – ordenó con parsimonia, Jacinto.
- Necesito la declaración de impuesto sobre la renta para hoy, señor Cortez.
- ¿Me hizo el ajuste de las cuentas corrientes, señor García?.
- Necesito la declaración de impuesto sobre la renta para hoy, señor Cortez.
- ¿Me hizo el ajuste de las cuentas corrientes, señor García?.
Y así, entre órdenes y presión laboral se deslizó vertiginosamente el tiempo.
* * *
Se jubiló, y el último día de trabajo, la institución lo agasajó con una fiesta en su honor y una placa de reconocimiento por sus tantos años de servicio.
El primer día de su jubilación, descansaba tranquilamente en su casa. Unos ebrios escandalosos, en una violenta discusión, sacaron sus armas de fuego y comenzaron a disparar.
La mala suerte estaba a su favor. En ese momento le cayó una bala perdida en el ojo derecho, dañándole el cerebro. Esta vez, el hospital fue su segunda casa, porque ya no se recuperó, cayó en estado de coma y al mes, quince días después del infortunio se apagó la luz, la luz de su propia vida.
El primer día de su jubilación, descansaba tranquilamente en su casa. Unos ebrios escandalosos, en una violenta discusión, sacaron sus armas de fuego y comenzaron a disparar.
La mala suerte estaba a su favor. En ese momento le cayó una bala perdida en el ojo derecho, dañándole el cerebro. Esta vez, el hospital fue su segunda casa, porque ya no se recuperó, cayó en estado de coma y al mes, quince días después del infortunio se apagó la luz, la luz de su propia vida.
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