El silencio me basta para interrumpir el desasosiego pertinaz que abate a mi espíritu. He pecado grandemente: la ira se apoderó de mí.
Medito. Hago acto de genuflexión y pido al Señor su indulgencia.
Todo volvió a la calma. El corazón no volvió a gritar como fiera enjaulada.
* * *
La fiera se sintió libre. De nuevo a la carga.
¿De qué me sirvió entonces pedir perdón?
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