viernes, 23 de abril de 2010

El sermón de la fe

Catedral de Colonia.
Fotografía:Manuel Vicente
I

Después de la penitencia sintióse un hombre renovado, manumiso de culpas, como si todos los pecados del Orbe representados por él, hubiesen sido absueltos íntegramente por el Creador. El deleite mientras arrodillado estaba fue su expiación, su gozo, su pasión, llegando a la purificación a través del dolor. Porque el misterio de vida es el sufrir, pensó, recordando a Óscar Wilde. Evocó cómo con fruición había desgranado el rosario de sus oraciones: el yo pecador, el avemaría, el padrenuestro, etc. Una leve sonrisa en su rostro fue el signo inequívoco del indecible regocijo que experimentó. Sentía en su alma la liviandad de una pluma que el viento lleva lejos, muy lejos o que la suave brisa empuja muellemente sobre la superficie del apacible estanque. Era tiempo de Cuaresma y nada mejor que esta época para la penitencia, abstención y ayuno como un gesto de inmolación ofrecido al Señor. "Hasta los hemípteros, con su endecha, le ofrecen a Iesu Christi su oblación", pensó.


II

Completas. Vistióse adecuadamente con premura para oficiar la Santa Misa: la sotana y encima el sobrepelliz.
Un hermano subió atropellándose la escalinata para ascender al campanario y tañer las campanas. El duro bronce gritó desaforadamente que, su voz irreflexiva oyóse en los contornos de la abadía.
Los feligreses acudieron al sermón con su parsimonia acostumbrada: las ancianas (con olor a encierro) arrastraron sus pasos por todo el camino y los ancianos venerables, continuaron pisando la ruta que las longevas habían andado antes.
El Santo Evangelio fue transparente. Los apóstoles, quizás en momentos de tribulación e incredulidad le habían dicho al Señor: Auméntanos la fe. Él, reprendiéndolos con una voz que más bien era el néctar (y el olor profuso) del fruto de la vid que amonestación, les respondió: Si tuvieran fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de mostaza, podrían decirle a ése árbol frondoso: Arráncate de raíz y plántate en el mar, y éste les obedecería.
Al concluir la lectura del Evangelio, el Abad sembró su mirada inquisidora en el desierto feligrés y de los hermanos de la Orden. El oteo fue acompañado de palabras llenas de reflexión: ¡Ven cómo el Señor nos incita al cultivo de la fe en nuestras vidas!
Hizo una pausa prolongada. Sus palabras ya habían abandonado la resonancia producida en el interior de la abadía, cuando se dispuso a pronunciar el comentario siguiente: No existe mayor virtud que la fe ignicente en la hoguera de nuestro corazón. Es a través de ella que logramos el restablecimiento de la salud; asimismo, cuando abandonamos la frágil materia humana y el alma asciende a la región celeste, es por la fe que nos franqueamos de ir directamente a las puertas del Averno.
Un acceso de tos lo obligó al descanso en su alocución repentizada. El carraspeo (también improvisado) se escuchó hasta el último rincón de la abadía, dilatándose con el eco. Ulteriormente, el Abad, echó una mirada a todos los creyentes y pudo ver (dibujado en sus rostros) una contrición que más tarde los llevaría a pedir perdón. La escena era patética. Se dispuso a sacar ventaja de la coyuntura que, por una parte el sacro texto le había ofrecido y por la otra, la exégesis de la Sagrada Escritura que él expuso sin tapujos produjo en los concurrentes un gran pesar. Continuó: La fe es poderosísima: Puede destruir la Torre de Babel en un santiamén si esa fuese su voluntad, puede mover montañas si le place, incluso, doblegar las rodillas de los hombres en el polvo y hacerlos confesar sus pecados, golpeándose en el pecho. Así pues, seamos tierras feraces y no desiertos donde ni siquiera germinan las rocas.
Así de escueta había sido la prédica vespertina-nocturna, sin más ni menos frases que lo compelieran nuevamente a toser.
Luego de toda la parafernalia eclesiástica, invitó a los presentes a tomar el cuerpo y la sangre de Cristo.
La Santa Misa concluyó con las palabras: Podemos ir en la paz del Señor.
Enseguida se marchó la caterva y la abadía quedó en completo abandono. El Abad presionó el interruptor de las luces artificiales y luego, con los dedos pulgar e índice asió el pabilo de los cirios. La nave, huérfana de luz, cayó atrapada en la oscuridad y en el silencio. El fuerte batir de las alas de un murciélago le pasó soplando la testa y las mejillas al Abad. Bastante molesto, dibujando una cruz en el aire, exclamó furibundo: ¡Animal de Lucifer: jamás te ha asistido el derecho de entrar en la Casa de Dios! ¡Vete, vete, en el nombre de Cristo, animal nefando! Tu presencia me repugna hasta los tuétanos y para Dios, constituye un acto herético que merece la pira.
El animal todavía se quedó haciendo unas piruetas en el aire, como burlándose y buscando confrontación personal e irritación en el Abad. Después, el ratón volador atravesó la nave como un rayo de carbón, encontrando la salida en una ventana abierta de la abadía. El Abad se quedó rezando improperios, y el mamífero no volvió a molestar la vida muerta de los santos y mucho menos la de aquél que lo injurió.



Publicado en el Suplemento Cultural Astrolabio de Diario El Mundo, el sábado 30 de agosto de 1997, página 14.


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