I
Los novios
Cupido omnipresente
donde quieras estás.
En mar, tierra y aire
te cuelas sin que te llamen;
acudes a las citas como bragas
y te metes en la conversación.
Una mirada aquí,
una mirada allá;
un flechazo aquí,
un flechazo allá
y el amor busca estación
dónde quedarse.
Así pasó contigo.
Sin que te dieras cuenta,
dijiste: “Sí”.
…Y tu corazón se inflamó de amor,
de alborozo, de cánticos sagrados
en tus caracoles auditivos.
Sentiste tus pies caminar en el
aire
cuando el primer beso tocó tus
labios.
Un sofoco en el pecho:
te quedabas sin aire,
pero con el próximo beso
volviste a la vida.
Era como un sueño
del cual no querías despertar;
mas regresaste a la realidad
al escuchar la pregunta:
“¿Quieres casarte conmigo?”
Eso fue el acabose,
porque no esperabas
una pregunta-propuesta así.
Y eso fue para ti como decir:
“Te pasaste, José María, te
pasaste”.
Claro que no ibas a decir que no.
Era, como siempre,
tu cuento de hadas y princesas
que se haría realidad.
En una esquina de la avenida,
frente al parque,
el niño en porretas,
desde un árbol,
había descendido al andén
y sonreía malvadamente
y reía como en una película de
cine mudo
(porque nadie lo oía)
y de soslayo, miraba a la pareja
que con sus flechas
atravesó los corazones:
Hecha su fechoría, terminaba su
misión.
II
La espera
Triste soledad la del mar.
No sobrevolaban aves marinas
ni una embarcación a la vista.
Estaba el mar como anclado a
algo;
o peor aún, a la deriva,
ahogándose
en su propia agua salada.
Si la melancolía no cabía
en gigantesca soledad,
juro que no sabría decírtelo.
(¿Te Imaginas a un mar
que se ahoga en su mar?
Tu presencia era lo único que
importaba.
La playa era un desconcierto de
voces inaudito,
pero tú estabas con tus ansias,
sola.
El mar, en lontananza,
brillaba como un espejo de joven
que espera, desesperada, a su
amado.
Visera era tu mano,
queriendo divisar el buque
que traería a tu prometido.
Viste ondear bandera australiana,
pero la espera fue en vano
(el ruido ensordecedor
de un avión que navegó el mar sideral
enmudeció a los congregados):
el novio venía por los aires
cual jinete montado en Pegaso
III
Los
esponsales
Hay una fiesta en tus ojos:
grande,
de la estatura de tu amor.
Ese amor ya no cabe en tu pecho
y lo repartes
y compartes con todo el mundo,
no importando si es sobrino,
tío, hermano o amigo.
La felicidad te abraza.
El Sol te abrasa.
El amor te envuelve.
Cupido te flechó
y de pronto,
tu cuerpo se volvió un
mariposario.
El amor te tiene loca, loquita,
que vagas entre nubes
desgarradas por el viento.
Eres feliz.
¿Quién lo puede negar?
Sólo un ciego de entendimiento
opinaría lo contrario.
¿Cómo puede haber gente
tan ciega que no ve
el milagro del amor?
Por amor, Lazarus,
abandonó el sepulcro
y los vendajes.
Traspasó el umbral
y un violento rayo de sol
hirió sus pupilas:
el Maestro lo miraba fijamente
y el Sol, para Lazarus,
fue sumamente mayor
del que había visto antes.
Lazarus
ya no fue el mismo.
Tú, después de la boda,
ya no eres la misma.
El matrimonio
llenó de pajaritos tu corazón.
Sientes una alegría inexplicable,
explicable sólo para Dios.
…Y a ti te basta
la felicidad que palpita en tu
ser.
El amor ha colmado sus mieles.
El vino ha escanciado sus copas.
El trigo ha madurado sus espigas.
Recoge sus mieles,
la sangre de los viñedos,
el trigo maduro
y guárdalos
para cuando el fruto vista de
oro.
Para Maribel Angélica Soto Gálvez
Domingo 02/08/2015, 8: 50 p. m.
Julio César Orellana Rivera